jueves, noviembre 24, 2005

La vieja

En cierto sentido, Todo puede ser abarcado siempre desde el mínimo lugar. La ventana de aquella casa es tan pequeña como la mirilla de la puerta de la gran mansión. Y sin embargo, la vieja parece momificada tras ella. No quiere irse, por más que nada pase en ese pueblo. Rocas apostadas, una tras otra en fila india, improvisan un camino que conduce eternamente a la casilla y, por ende, a la vieja.La vieja tras la puerta (¿sentada o parada?) mira impasible, por el pequeño orificio de la puerta, un vidriecito. Mira el aire (no hay otra cosa que mirar) a través del lente que filtra la porquería que pudiese perturbar la precisión de su órgano ocular. La luz, que ni siquiera se molesta en cegar la longevidad bestial rumiante, le ofrece (a veces, cuando quiere) el espectáculo de su propio ojo. Este cuerpo casi podrido experimenta, ante tal acontecimiento, una suerte de excitación inexplicable a su propio juanete que comienza a doler, como cuando está por largarse a llover. Y su ojo abierto milagrosamente lagrimea y finaliza el show, con la nubosidad de adentro y de afuera y las gotas de adentro y de afuera. Y no logra explicarse la contingencia de tales fenómenos. Imposible. Y sólo miraba, miraba esta maldita vieja de dieciocho años y sonreía la muy perversa disfrutaba ella sola, ella sola la maravillosa nada exterior, el espléndido despliegue de vacío. ¡Qué si será infeliz, la muy turra! Orgullosa de su inacción había osado prescindir de todo y de todos. ¡Típico! Para alguien que se había criado en medio de la mierda de los cerdos que comen choclo y todo tipo de verduras hervidas y recocidas no resultaba difícil imaginar que el mundo podía ser similar en todas partes. Después de haber padecido la etapa en la cual se cree que el resto de la gente es feliz mientras que sólo es uno el que sufre. Cuando se cree en la existencia de la normalidad, mientras que lo anormal se gesta únicamente en el interior de sí mismo. Cuando lo extraño es tan propio, lo común es siempre ajeno. Pero ese sentimiento se supera, y entonces, todos somos iguales hasta en lo diferente. Se ama la humanidad, como si no existiera otra cosa sobre el planeta. Fin y principio de todo, que es eso mismo. Y nada más existe. Por lo tanto, se evoluciona hasta el estado de aislamiento total, de desinterés absoluto, porque todo lo que se puede conocer ya está aquí. Y no hace falta más. Individualismo atroz. Soledad.

martes, noviembre 01, 2005

No lo sabía

Es posible tener un deja vú auditivo. Quiero decir: puramente auditivo. Sin imágenes. Aunque –ahora que lo pienso mejor- no creo que pueda desligarse la imagen del recuerdo o la reminiscencia. Siempre hay un cuadro que se forma en la cabeza. Sentada frente a la radio encendida, tuve la impresión de “ya haber escuchado” el diálogo que los locutores mantenían entre sí. Pero el deja vú lo experimenta uno mismo, y, por lo tanto, uno siempre está implicado en él. En el deja vú es una sensación interna y no una imagen lo que se repite, lo que vuelve. Retomo, entonces: hoy entendí que el deja vú nunca es visual, únicamente. Es sensual y no sensorial.

viernes, octubre 28, 2005

Rencor II

Era como transitar por un pasillo de desechos hacia la bohemia. Todo eso debía ser dejado atrás para acceder a la extravagancia? Al derroche? Un claro en el techo permitía ver la falsedad de esa noche. Por eso, no desentonaba la paloma apoyada en el dintel, cuya imagen le resultó perturbadora. Por unos segundos, se permitió ensayar su pose de Mona Lisa, hasta que alguien la desconcentró para solicitarle fuego. Ese pedido solía resultarle grosero en boca de un hombre, ya que implicaba que el único motor de su acercamiento consistía en una urgencia que volvía a esa dama completamente prescindible. Reflexiones como ésta evidenciaban la influencia temprana de Loise May Alcott y franqueaban su feminismo militante. Sin embargo, no le preocupaban demasiado, ya que consideraba que el pensamiento tenía una esencia amoral, por lo que no podía constituir una contradicción interna. Cuando hubo resignado la suficiente sanidad, cambió la postura y se dedicó a esperar, en toda la dimensión que esta actividad demanda. Prendió un cigarrillo, revisó su reloj ostensiblemente, cruzó las piernas, mientras marcaba un ritmo frenético con la punta del pie suspendido.
No habría esperado a su amiga una hora, si no hubiera sido por el juego que le propuso un señor que pasaba por ahí. Con señas le explico que debía pararse en puntas de pie y simular ser un gatito enojado, al tiempo que él, en cuatro patas, lanzara ladridos a su alrededor. No entendió cuál sería el objetivo, hasta que el resto de la concurrencia comenzó a reírse, sin parase de sus sillas ni abandonar sus tragos. Cuando hubo arribado quien se había retrasado a la cita, Mari se despidió de su parteneire con un beso en la mejilla, mientras el resto batía sus palmas repetidamente. Ambos consideraron apropiado responder con una reverencia, ante la mirada desconcertada de su amiga.

Su lengua lo penetraba. Sus labios pugnaban por el monopolio de las fuerzas. Con Mariana, el beso era un simulacro eterno del momento siempre retrasado; aquel que aparecía, entonces, como el perpetuo referente del beso. Cada penetración de la lengua en su boca repetía la conquista de Mariana en el terreno de lo femenino. Indiferente a los sexos, la boca moldeaba el orgasmo y los gemidos propios y ajenos que la excitaban eran, para ella, la piedra de toque de su invasión; por eso procuraba provocarlos, mientras él se concentraba en lograr el silencio. Juan sabía que, con cada gemido, aceptaba tácitamente la sumisión y reconocía a su master en ella.
La lucha por salir del caño y embarcarse en otra propuesta que no por previsible dejaba de ser tentadora, era por aquellos días una constante. Siempre volvía a sus costumbres ya arraigadas, no tradicionales, sino individuales y no adquiridas sino autogeneradas. Que los demás sean los que se conformen con lo mismo, ella estaba sumamente orgullosa de dedicarse a otra cosa. Lo diverso era su metier. Aunque la soberbia no era su estilo, tenía cierto aire de pedantería en su mirada. Esta actitud no la satisfacía, porque era una fiel apóloga del “no escupir para el techo”. La paranoia era más fuerte así que buscaría incansablemente, mitigar la vanidad : “Ta`todo bien pero no es pa`tanto”.
Con Jacinta, habían adoptado el hábito de verse todos los días a las tres en una estación de servicio de Almagro. El lugar era muy tranquilo y ofrecía menúes simples y baratos. Medialunas, pebetes y hamburguesas. Tan sólo eso necesitaban. Café y/o gaseosa de por medio, se contaban las últimas novedades. Todavía no se atrevían a hacerse arrumacos en público. Bah. En público sí, pero no a esa hora de la tarde y en un ambiente tan familiar como una Esso de la Av. Corrientes. Los mimos los dejaban para la noche y para los boliches y bares de Palermo. A veces osaban tomarse de la mano y acariciarse las palmas, en un colectivo. Se miraban cómplices y se sonreían tiernamente. Ambas estaban cómodas con lo oculto. Jacinta por su laburo y Mari porque afirmaba que ese estado era el óptiomo para mantener la pasión en cualquier tipo de relación humana. Si no había algo de secreto, lo inventaba. Tan simple era. Lo cierto es que las charlas de la tarde no solían ser muy reveladoras. Excepto la que mantuvieron dos días después de la internación de Él en el Bazterrica. No había por qué ser tan trágico. Eso creían las dos, mientras pitaban el último camel que le quedaba a Mari en el bolso. Si bien la noticia le pudo resultar demasiado inesperada, Él sabía que las cosas eran así. Desde el día en que las había presentado, él mismo reconoció que había advertido una sintonía especial entre su novia y su amigo de la infancia. Pedro nunca había sido lo que se dice un “super macho” y por esa misma razón, él gustaba tanto de pasar tanto tiempo juntos. A su lado, su virilidad se incrementaba. El contraste era notorio. No nos vamos a engañar ahora. Por lo demás, a Mari siempre le habían gustado los hombres sensibles. Por eso, salía con él. Esa era la excusa para su soledad y también la causa de que se pusieran de novios. El resto era atar cabos, simplemente. El problema, en todo caso, es que Él se había vuelto adicto a ella y no había podido soportar su rechazo. Que no lo quisiera tomar de la mano en el subte, ni besarlo en la calle, a plena luz del día era evidencia incontestable. Y fue incontestable tal reproche para Mariana que lo dejó ir, sin insistirle más, ni justificarse. En su fuero interno, sabía que él tenía razón y la culpa la estaba consumiendo poco a poco. Le gustaba lo secreto, pero tampoco quería vivir de la mentira. Y usar a otras persona es algo muy distinto, que ella no se iba a permitir. Todo tiene un límite y ella también tenía una moral y una conciencia a las que rendirles cuentas, de vez en cuando.

Apología del bulímico

Vomita, vomita que algo quedará (sin vomitarse).

lunes, octubre 24, 2005

Rencor

El deseo o la muerte no parecían haberle salido bien. Era una cuestión de minutos que el mundo lo viera en toda su magnitud. Cuando alguien muere, como él lo había hecho días atrás, no hay otra opción más que dejar de moverse, sentarse y rezar (o llorar). Basta con ver que las circunstancias que lo habían llevado a aquella noche de invierno nunca se hubieran dado sin la complacencia de dos mujeres, para replantearse todo lo que sobre este hombre se había escrito.
No es que Él tuviera en mente suicidarse, sino que alguien le propuso el juego. Así, guardó toda su ropa en una mochila y bajó al acantilado artificial de la esquina de su casa, justo al lado del supermercado. Allí iría a encontrarse con Jacinta, la nueva novia de su ex, con quien, en realidad, nunca se había cruzado antes. Serían las doce treinta de la noche cuando un travesti de metro y medio, tomándolo de la cintura, le pidió fuego. Él, un poco inhibido, le comentó que hacía poco que había dejado de fumar y por lo tanto no portaba encendedor. La travesti se rió con ganas y muy seria, luego, le dijo: “Boludo, soy yo, Jacinta”. Él le explicó que no la había reconocido, porque –mintió- la recordaba con el pelo más largo. Ella –como era previsible- le dijo que seguramente tendría otra peluca.
Se repartieron los papeles y siguieron adelante. Jacinta era mina de pocas pulgas, según le había contado su ex, la mañana en que se reunieron para “poner los puntos sobre las íes”. “No pienses que te dejo porque encontré a alguien con mejor carácter o porque ya no me gustes más”, se excusaba Mariana, fluctuando como siempre entre el voceo y el tuteo, en el bar de la esquina de la facu. “Si te dejo es porque me topé con mi verdad”. Esta última frase le retumbaba en la cabeza, mientras escuchaba hablar a Jacinta. Ella era su verdad. Estaba tentado de preguntarle si Mari también era su verdad para ella. Porque, para él, ella sí era su verdad, aunque ahora que había conocido a la nueva novia de su ex, ambas eran su verdad, o dos verdades suyas distintas. Pero no le preguntó nada, ya que, a pesar de que Mariana lo había dejado, no quería traicionar lo que él consideró una confidencia. Además, hacía rato que no hablaba con ella y, por lo tanto, no podía estar seguro de que siguiera sosteniendo lo mismo.
Nunca le gustó presionar a nadie, pero finalmente, se le terminó la paciencia y encaró a la travesti: “¿Para qué me citaste?”. Pitó y detuvo la mirada en la mano que Él sacudía, de manera grosera. “¿Para qué?”, repitió él con un hilo de voz, dejando ahora sus dedos quietos sobre la mesa. Satisfecha Jacinta, mantuvo el silencio mientras ejecutaba una serie de actos que Él asumiría como respuesta. Abrió su bolso y sacó un esmalte de uñas color coral, lo agitó un poco y, finalmente, ostentó el pincelito sangriento. Mirándolo directo a los ojos, comenzó a pintarse lentamente las uñas. Extasiado, Él llamó a la mesera y le pidió dos cafés. “¡Yo no quiero eso!”, reaccionó Jacinta. Dos minutos después, cuando volvió la chica con un café y dos sobrecitos de edulcorante, le pidió un agua mineral sin gas y una ensalada de frutas con jugo de naranja. “Sin vino”, aclaró, aunque le encantaba el gusto de las frutillas y manzanas empapadas en borgoña; le recordaba a su infancia, a los sábados de verano, cenando en alguna cantina de la rambla (de Mardel). Él se terminó el café y Jacinta degustó la última fruta de la ensalada, sin intercambiar una sola palabra entre sí. La gente de las mesas vecinas mantuvo la vista en esta pareja que parecía estar librando una competencia. Eufóricos, aplaudieron con ganas, al levantarse Él de la mesa y volcar sobre su contrincante el vaso de agua, mientras la insultaba como nunca nadie lo había hecho. Jacinta permaneció impasible, porque ya había retomado su tarea (antes de retirarse de la pizzería, se percató de que le faltaba colorearse una mano) y no quería desconcentrarse.

El descarte de las otras moradas para el recuerdo de la voz de su ex, había trasladado a Mariana al patio de comidas del shopping barrial. A la intemperie, se sentó junto al balcón que daba a la estación de trenes. “Trainspotting”, murmuró y enseguida amagó sacar unos papeles de su mochila. Acaso habría podido leer su libreto, antes de regresar a su casa, si no hubiese sido por ese grupo de niños que gritaban y reían, mientras jugaban a tirarse papas fritas y pepinos. Fumó y tomó Coca light –lo cual ya se había convertido en una suerte de rito, por no decir vicio, tedioso-, mientras veía el cielo ponerse de un tono rojo violáceo; durante esta media hora diaria, solía sentirse más vulnerable y nostálgica. Alguna vez, pensó que eso sucedía porque el atardecer le hacía recordar las “Charlas Crepusculares”, que mantenía con sus compañeros del colegio siempre que estaban de campamento. El olor a pasto mojado o recién cortado ejercía el mismo efecto sobre ella. Dormitó un poco; el tema de la película Crying Games comenzaba a sonar por todo el andén. La imagen se tornó muy melancólica, así que rió un poco, como para no verse ridícula ante quienes la estaban observando.
-Yo puedo alcanzar cierto nivel y, después, bajar, despacito. Es algo común, no me cuesta nada y lo hago siempre. Es la lógica de mi conducta en el día. Todos los días, que viene a ser lo mismo. Ayer, por ejemplo, miré unos ojos y subí. Pero, después, no los tuve más y ahora vivo soñando con ellos. Despierta. Quiero otra vez encontrármelos, de casualidad. No me gustan las cosas programadas; es por eso que no me duran los novios. Es decir, esa especie de presencia que nos dignifica. Ese objeto del deseo que no puede constituirse en placer, sin caer en el agotamiento. Como si fuera una especie de fuerza que nos abunda, nos repite hasta hacernos vulgares.
Bastó una sola interrupción para que dejara de escribir. Al intentar retomar, luego, el artificio se hizo evidente y ya nada valía la pena. Destapó la botellita de Coca ya vacía –había sido bebida con desesperación- y echó allí dentro la colilla del cigarrillo y el boleto que todavía guardaba. No bajó las escaleras, sino que dejó que la máquina la guiara. Esa magia la devolvía a su niñez, cuando descubría el poder del confort y los beneficios de la mecánica.
-Qué burdo!
Las lentejuelas de un traje le hicieron la parada y el transporte se esfumó por la horda de gente y bolsas que se descarrilaba indiferente. Corrió hacia las puertas que se abrieron solas, evitando la caída en la idiotez. De otra forma, se hubiera estampado el vidrio en la cara, de tan reluciente que estaba. Todavía adormilada por el jarabe para la tos que su padre le había recomendado, esquivó a un par de tarjeteros, sólo por inercia, ya que hacía mucho tiempo que no le ofrecían asistir a algún boliche de Palermo o la Costanera. La fealdad o la vejez funcionaban de antídoto contra las salidas sabatinas, más allá de que, por otra parte, el acoso de sus amigos hubiera ido menguando paulatinamente.

miércoles, septiembre 28, 2005

Infantes



Condensada en la bañera
quedó
la laucha
después de tu polvo

Yo no lo llamaría “lujuria”. Nuestros hilos los impulsaba el aburrimiento.
Cuando padres deciden ir a cenar a la casa de amigos, desde temprano el niño se va preparando para una velada de baby –sitter. Todo gira en realidad alrededor de este concepto. Si ninguna aya falla, los adultos no tienen problema y pueden tener su velada a solas, en la intimidad del hogar o en el restó de moda. Ahora bien, si una de las parejas (o ambas) carece de niñera o no tiene “con quien dejar al pibe”, entonces, la cita se cancela o, en su defecto, si las ganas de verse son muchas y tienen confianza entre sí, el hijo de una oficia de baby-sitter de la cría de la otra. Finalmente, la prole se cuida mutuamente. Dos menos hacen un más, etcéteras. De tal forma, ya desde sus primeros años de experiencia en esta solitaria vida, el infante tiene muy claro que, si los padres lo invitan a compartir su noche de sábado, la causa es que les será de suma utilidad para divertir a “otro niño de la misma edad que vos”. Incluso, si el nene se les retoba y pone mala cara, los padres tratarán de convencerlo con las excusas más estúpidas. Es cierto, cuando uno alcanza cierta edad supone que los niños entre sí siempre se llevan bien, en virtud de su escasa personalidad y hábitos adoptados. No necesitan compartir la misma ideología, ni haber leído los mismos libros, ni pertenecer a la misma clase social... ¡los niños no tienen prejuicios! Siempre se llevan de maravillas, ¿no? Una vez que hayan llegado al lugar de la reunión, los anfitriones saludarán, primero que a nadie, al niño que les salvará la noche, entreteniendo ad honorem a la pequeña bestia. El chico percibirá el complot y asumirá a duras penas su rol, ya que no tendrá escapatoria. El otro cautivo en su habitación y habiendo sido víctima de continuas recomendaciones y amenazas, en el transcurso de la tarde, mantendrá una actitud entre resignada y subversiva. Luego estudiará si el visitante coetáneo será cómplice o enemigo. Una vez presentados, los adultos se sentarán en su mesa y se reirán de los menores, ridiculizando sus típicas mañas y caprichos. Durante la comida y alternativamente, utilizarán métodos pedagógicos de manual y pondrán en práctica una forzada delegación de libertad, en vistas de mantener alejados y distraídos a los otros. Pasarán la noche dialogando y recordando sus perversas anécdotas adolescentes, cuando no penosas y remanidas. La historia pasa ahora a otro plano.
Me incumbe.
La habitación de la niña de clase media contaba con una carpita recién comprada, de tela pintada y caños, que simulaba una casita tejada. El muy didáctico juego había sido pensado por ingeniosos especialistas, cuyo objetivo era que la niña se formara éticamente y se ideara un porvenir burgués de señora esposa y madre.
Allí se podría esperar la hora en que se decidiera la despedida. Hacerse amigas no era una obligación, pero el tiempo que compartiesen habría de ser productivo. Sentada en la sillita, la anfitriona observaba a la otra que no se animaba a usar los juguetes sin permiso. Le irritaban demasiado sus buenos modales. En cuanto la veía interesada en alguna de sus pertenencias, corría a arrebatársela, sólo para hacerla enfadar. Sin saber qué hacer, buscó sentarse en una silla, pero la dueña se la sacó antes de que la primera apoyase la cola. Impávida, recurrió a un banco y luego a unos almohadones; una y otra vez era embestida por la censora y caía al piso. Harta de la situación y herida en su orgullo, –finalmente, ella era mayor y justamente había sido invitada para hacerse cargo del “bebé”- abandonó el cuarto y se dirigió a la sala donde los adultos comían y tomaban y reían como cerdos groseros. De pie frente a ellos, la niña llamó la atención de la manada que dejó de hablar, en ese preciso instante. Ante la pregunta del padre: “¿qué pasó? ¿no juegan más? ¿se cansaron?”, lo que significaba: “¿qué hacés acá? ¡volvé a cumplir con tu trabajo!”, no pudo evitar romper en sollozos. Gemía, con bronca porque no quería llorar por tamaña estupidez. Al fin, confesó que la otra no la dejaba sentarse en ningún lado. El dueño de casa, sin preguntar más, acudió al cuarto de su hija y, tras dar un portazo, comenzó a regañarla y a exigirle que fuera a pedirle disculpas. La efusividad con que se negaba a acatar la orden, avergonzaba y ofendía aún más a la alcahueta.
Hubiese preferido que nunca saliera del baño. El pelo revuelto y las mejillas enrojecidas negaban el “perdón” que improvisaba su boca. En silencio, la enana habría jurado entonces, su venganza.
No había más lugar en esa casa de muñecas. Apenas entraban las dos recostadas una encima de la otra. El techo tocaba la cabeza de la que estaba arriba. Así se lo había enseñado su prima. Ésta tenía el mismo nombre y un año más que la visitante. “Juguemos a los novios”. “¿Cómo es?”. Una le decía a la otra dónde quería que la besara. Luego, cambiaban los roles. “Ahora me toca a mí”. La anfitriona parecía disfrutar más el papel de “besadora”. A la visitante, ése le parecía un papel muy masculino. Ella prefería ser la besada. Aunque también se inhibía un poco de pedirle que llegara a ciertas partes de su anatomía. La anfitriona, por el contrario, no tenía pudores en decirle que le besara el culo. “Andá bajando desde el cuello”. La visitante lo hacía, principalmente, porque sabía que luego le tocaría a ella. Sin embargo, no le disgustaba apoyar sus labios sobre esa piel blanca. Cuidaba de que se sintiera bien. De que sus labios no estuviesen tan secos. Recordaba la piel tersa y muy blanca. Jamás volvimos hablar de eso. No después de la vez en que madre abrió la puerta de la habitación. Era previsible, ¿no? Creo que ella nunca sospechó.
“¿Qué están haciendo?”
“¡NADA!”
La televisión encendida despista siempre y tranquiliza. Todos somos inocentes frente a la pantalla…

Filatelia

La chica de las plantas
pasa por mi casa
y corre
y come
y vomita, después.
Sobre la vereda caen
hojas y pelos
de su frondosa cabellera
castaña.
Yo desde aquí
colecciono sus souvenires
y paso
el tiempo
completando mi álbum.

Morgue

Sobre el blanco
huele a podrido, a sangre
coagulada, cadáver profanado.

Se me acaba
la tinta, la hija, el pucho.
Venita azul reventada.

Repto a la pantalla y repito,
ahora toco –espacio- con los dedos
y paro el vómito: “Las palabras podridas, coaguladas,
profanadas”.

Yo
odio la carne.
Corto un
poquito.
Aprieto y segrega
mi piel algo feo.

jueves, septiembre 01, 2005

Hogar

La niña del espejo me sangra.
La niña del espejo me tienta y desangra
– rezongona–
el polen que se robó de las estampitas
de colores de la abuela
que está en el cielo. Vuela de nube
en nube la abuela y entrena
seguido con mancuernas de cristal.
Pendeja la odia.
Come ravioles de
verdura que aquella
le hace y deja
en el freezer antes de
salir a naufragar con las alas
nuevitas, y no le dice que
están ricos. ¡Sin vergüenza
Des agradecida
Des fachatada!
Portarse así
con la nona! Ella que le reza
a la virgencita
para que se te haga, ¡lo que sea
pero que se te haga! ¡Qué
joder!
Allá va la hija de
puta con el polvito entre las patas
a molestarla
cuando está descansando. Le gusta
amarillearle las plumas
blancas.
Le da trabajo
a la vieja, la muy
zorra. Doradita
queda el agua si aterriza
a lavarse. Un pez deglute
la estela
de la nieta que dejó
cuando pasó.

Asepsia

Entra
en un cajón
enlutado, la pared
blanca de azulejos
en clonación –gesto
filos en
el útero-
constante.
“Dedos o sangre
en gotas
si
están
decime”, dijo

antes de
tu
ceguera. Hablamos de
ella. Claro. Seguimos
en braile.
Como
Siempre.

Motion




de pie en el centro quieta
paso adelante eleva pierna flexionada
brazos unidos sobre el pecho rota
una dos tres
veces
cae
cabeza arriba desafiante
mirada abajo rueda hacia la izquierda
Stop por el parlante
redoble de tambores trompeta
platillos seguidos de
Gong la oscuridad y el silencio
iniciales
letras blancas sobre fondo
negro se suceden una a una siempre sólo
una una O enorme
por la que asoman un par de ojos sonríe
la boca debajo abre y cierra abre y cierra abre
y cierra un dedo se posa encima
del gran círculo luminoso su uña
apunta hacia las dos órbitas menores las hunde
se desliza sobre el aro que se tiñe de
rojo y llora por
los mordiscos de la boca
vuelve
a mí que
aplaudo ciega

lunes, agosto 29, 2005

Starting something

lo que tiene laprincesa es una furia interna demasiado gigante como para reducirla a esto. Ya no habrá palabras cautivas. Lo privado será un mito. Ni siquiera un privilegio.