lunes, diciembre 25, 2006

enero/febrero 2006 (III)

Otra vez, la estúpida náusea. Me pregunto cómo será. ¿Habrá que empezar desde algún lugar en especial? ¿O bastará sólo con seguir de largo? Sé que lo último fue lo que me ha dado más resultado, por lo general. No conozco “roteiros” (guiones, itinerarios). Acaso sea algo así como una broma calculada de antemano. Pero no es más que eso. La murga del barrio ensaya. No los culpo. Es el vano intento por retrasar el acto en cuestión. El mentado simulacro eterno. El tiempo que se pierde en el mientras tanto. Y sólo hay eso. Y a lo sabía Proust. Se archiva –mejor, se “atesora” celosamente- hasta que llega el momento de la confesión. Un instante de lucidez en el que la conserva comienza a apestar. Habría que haberla comido antes, en el punto justo de su madurez. Sin embargo, la dejamos pudrirse. Nos olvidamos de su esencia orgánica y confiamos en su perennidad. O se vuelve costra. Se momifica. Si tenemos suerte, logra ser fósil. Es un maravilloso mundo el que nos rodea. No hicimos nada para merecerlo y eso nos pesa. La moral tiene que ver con eso, ¿no? De todas formas, volvemos la cabeza una y otra vez. El “nosotros” es moralizante. Me molesta. Si tuviera agallas, lo eliminaría completamente. Desisto de tal empresa. Acabo de traicionarme. De eso se trata. Ya nada para mí. Mi nombre propio ha sido abolido. Sólo mantengo, de ahora en adelante, los rasgos de mi rostro. Las llagas de mi cuerpo. En eso estoy. Salir de casa es una opción más entre tantas. Ya no necesito confirmar así mi existencia. Tengo otras formas. A decir verdad, ya las tenía, pero las había dejado de usar. No sé muy bien por qué. Qué sentencia más absurda. El caso es que me encuentro, otra vez, sentada frente a la máquina tipiadora de no frases. La abulia me lo exige y el ritmo me obliga a seguir de largo. Es un vicio como tantos. No espero que surja algo más productivo, aunque tengo mis esperanzas (no voy a mentir). Si logro completar una página, estoy hecha. Me niego a releer(me). No sé cuándo podré hacerlo. Sentarme a leer. Ésa es otra manera de reemplazar mi salida. Si hay teclas que evito, es por pura convicción. (Teclas que hay en la casa, en la ciudad. Me explico, ¿no?). El tema no es derramar el agua y secarla con el trapo de piso. El tema es lamerla desde el suelo. Y no lavarse los dientes –o la lengua-, después. Una sola función de cine me convencería para abandonar todo. Tal es mi falta de compromiso. No hay un motor válido para mí. Sólo el correr de las horas que, por otro lado, pasan igual, haga lo que haga. Corrí el mantel y una lluvia de migas cayó al suelo. No las barrí, porque eran legales. Verter el líquido de botella a botella, también es derroche. Dejar la radio prendida, aun sabiendo que nadie la escucha. Secar los platos.
No sé qué sucedió. Es evidente que por aquí no me quieren. Suelo dejar abierta la ventana. Si llueve, no me importa. Me censuro bastante, he advertido. No puedo evitarlo. Tengo un mono que me exprime los sesos.
Realmente debería detener este vómito que ahora cae justo encima de la palangana y se enreda luego en la botamanga de mi pantalón, para salpicar en mi cara, en mis lentes, en mi pelo. Grabar mi voz era otra opción (válida). Me perturba oírme después. La elimino. Cobro por adelantado. No falta tanto. Traía de su casa una mochila repleta de juguetes que yo nunca había visto. Excitada fue a mostrármelos. Su intención era buena, sin dudas. Pero yo no pude evitar percibir un resabio de maldad en su tono de voz. No me los ofrecía. Me los prestaba. Cuando salí de ahí, me sentía todavía peor. Jamás me gustaron sus muñecos, ni todas las porquerías que venían con ellos. Mi pasión era otra e inconfesable. Juro que la última vez que nos vimos no superábamos los veinticinco años. El ventilador de techo es peligroso. Me olvidaba. Quien quiera hacerlo, puede atravesar un vidrio con la bicicleta. El gancho no es la historia central, si no aquella que más indigna. Mi lema está derritiéndose sobre la mesada. Y va a dejar huella. Si el perro me muerde la mano, es porque no le doy de comer.

enero/febrero 2006 (II)

Es gracioso lo que uno sueña, a veces. Casi nunca, pero suele suceder que uno se enamore de alguien a quien soñó. Os invito a que lo experimenten. No es voluntario, claro. Me juego la cabeza a que no es creíble, tampoco. Pero pasa. Lo aseguro. Lo mismo de siempre. No tengo mucho de qué escribir. Los sueños son un gran tema. Sobrevalorado (todavía), tal vez. Después de Freíd, no hay mucha mierda que agregar. Igualmente, mi relación con los sueños es más bien mítica. La sexualidad está en ellos patente, lo que me evita cualquier interpretación psicoanalítica.
Volviendo al tema (?), tengo muy poco para hacer y todas estas horas vacías, confusas y pletóricas de sed comunicativa. Luego de mirar por mi ventana nueva de la casa nueva, acepto tipiar un poco. No sigo con el sueño, no tanto porque me haya olvidado, sino porque no vale la pena narrarlo. Ya no tiene más que un sentido absurdo y, como tal (como sueño), no tiene ningún valor anecdótico. Estaría mintiendo si, al contarlo, hiciera surgir alguna relación entre las secuencias que lo componían. No hay hechos en él. Sólo imágenes nubladas que se arremolinan, en el intento de conformar sensaciones inefables. Pensándolo bien, la única cosa interesante es que hubo sueño y que, aún a las diecisiete horas, puedo recordarlo vagamente.
Desde hace ya tiempo, vengo sondeando las posibilidades ciertas de alcanzar algún tipo de goce con lo que me sucede mientras duermo. La enfermedad (y la deformidad) se presenta a menudo y me perturba. Quisiera poder desatar esa pesadilla. Hacerla estallar para recoger las condiciones de mi lúgubre estadía en el mundo despierto. No puedo, empero. Tiendo a hundir la cabeza en el colchón. Añoro aromas infantiles y estivales que, de vez en cuando, me topan por la calle. Y me brindan un instante de dicha plena. Sí. Dicha plena. No sé en qué se basa tal arrebato del alma. Pero es bonito y no suelo pedirle explicaciones a la belleza. De ninguna manera, aceptaría compartir eso que hace del paseo la promesa de felicidad gratuita, aunque efímera. Diría que las circunstancias por las que un individuo Ha pasado a lo largo de toda su vida se resumen en unos pocos aromas. Diría, pero es muy proustiano. Ya conocemos –y nos harta- el relato de la madelaine. No volveré sobre ello, entonces. Por cierto, asumo la alienación de cualquier comentario acerca de la existencia en general. Me estructura la cabeza, la novela de mi mente, los pasajes que he leído alguna vez. Cualquier intento por reapropiarme de las frases es en vano (como se puede observar). Son todas ajenas. Como las vaquitas. Ni las penas me pertenecen. Me abruma saber que a otros les suceden las mismas cosas que a mí, pero con diferente color, cara o vestido. Huyo del lugar común, como mi perro de su reflejo. Gracias a los que miran, me quito la ropa y bailo frente a la ventana. Nunca he tenido un momento revelador. Siento que lo he provisto (nada ni nadie me lo han confirmado, pero casi puedo asegurar que hubo quien se sintió satisfecho de haberme conocido, o se sintió desgraciado por lo mismo). La certeza es escurridiza y de nada vale que me siente a esperarla. Velozmente, cae la duda para ser mil veces ella misma. Yo no puedo colgarme del árbol, rogando que todo pase a otro plano. Si bajo, va a seguir igual. No hay dudas. Esto es una poronga.
Miré por la rendija y lo que vi no se explica. Todo era una luz cegadora y sólo un cuerpo se divisaba a metros del lugar donde estaba yo. Las risas venían de más lejos y, a causa de no sé qué, pensaba que eran provocadas por mi posición. Sin embargo, la postura de la persona que veía tras la puerta era mucho más cómica. Aun así, me agradaba mirarla y el placer que me causaba estaba dado por la curiosidad. Mañana estará todo bien. Pero hoy me aturde el sol. Conozco mis límites. El exceso es más divertido, es todo. Besar incansablemente, a riesgo de crear falsas expectativas es un don que no quisiera perder. Son las oportunidades las que escasean e irán faltando, a medida que me ponga más vieja. Las uñas coloradas son únicamente un signo de desenfado. Brillante. El esmalte me destaca. Prefiero sobrevolar en redondo la ciudad. Viajar no es mucho más que eso. Camino varias cuadras y me vuela la cabeza el viento. Rueda en la acera. Cuesta abajo. Pérfida, repito las consonantes, con ligero gorgojeo. Ya sé que esto no va. Continúo, en la medida de lo posible. Hasta el final. Un día, ganaré la apuesta y serviré de acompañante. No creo que falte mucho. Ya lo veo venir. El problema es que lo que deseo quebró y pide convocatoria. Ya sabía que eso era muy factible. Así que me resigno a memorizar los pasos que me llevaron hasta ahí. No quiero que se aleje mucho en el tiempo. No quiero olvidar la sensación de estar tan cerca. Casi arañaba mi recompensa. Me odio (pero cada vez menos) por no haberlo logrado en ese momento. Empezar todo de nuevo es siempre agotador. No hay otra alternativa tampoco. Y es tan banal lo que moviliza, que no puedo perderlo de vista. Hay un entorno dispuesto. Más o menos. Bueno. Hay. Grande en presencia. Tierno en sugerencias. Vacío en responsabilidades. Yo tampoco doy respuestas. Escucho.

enero/febrero 2006

He considerado durante mucho tiempo la posibilidad de volver al mismo lugar donde me habías encontrado hace ya tantos años. Procuré entonces hacerme la idea de que yo también, del mismo modo, te hallaría. Jamás se me ocurrió que pudieras haberte olvidado el camino hasta allí. O que, por algún motivo, tu asistencia fuera imposible. Acaso la imagen que yo guardaba era la tuya y no la del entorno.
Luego no he vuelto, de hecho. Mantuve siempre la ilusión. Imaginé la escena del reencuentro y, reiteradas veces, creí estúpido no juntar coraje y acercarme. La verdadera sensación era ésa. La que más reconfortaba… no diré “reconfortaba”, porque no es sincero de mi parte. Considéralo una aberración. Una pretenciosa experiencia del alma que no me incumbe. Y me excede. La paciencia se me acaba, he dicho. Y las vacilaciones que me agobian terminan por dejarme sentada en esta silla, escribiendo. Mierda. Escribiendo mierda que no vuelve a ser leída. Se agota en la siguiente frase que no comienza, que se pierde en el instante mismo en que quiere ser escrita. Verás. La tropa se aleja y ya la excusa se termina para no volver a iniciarse. En qué quedamos, entonces. En nada cierto. Valora el minuto que se fue. Ya no hay más lágrimas, porque serían un derroche de cuerpo. Demasiado erotismo para esta carne deshidratada. Ya sé que la pena es vanidad. No la merezco. No tengo razón y, de ahora en más, no la tendré nuevamente. Es exacto el punto que me precede y me detendrá al final. (Dónde si no?) Es el asco que no cesa de derramarse. Ya es el asco, sin más que agregar. Las patillas te han crecido lo suficiente… las pastillas… te cuelgan de las orejas, enredan la voz que te ataca por el pabellón sin salida de tu mente o tu psiquis o tu alma o tu ser, si es que tienes (mente, psiquis, alma, ser). La vuelta en tren había parecido reconfortante (¡otra vez!), pero, una vez abajo, nos dimos cuenta de que había sido en vano. Otra cosa más en vano. Echada a los perros. Estoy desorientada. No es la primera vez. Seguro que algo va a venir. Tengo la esperanza. De no ser así, ni siquiera me hubiese sentado en esta fucking silla, frente a la fucking máquina eléctrica que odio usar. Es tan definitiva. Mente aniquiladora. De frases. No puedo corregir. No tengo otra opción más que seguir tipiando. Ya le voy agarrando la mano, de todas formas. Ya estoy un poco más cómoda. Podría seguir así, mas… Tardé en conectarla, ya que no hallaba un adaptador de tres patas. Así que desenchufé el ventilador y el equipo. Mamá está decidida en romperme las bolas (no es que nunca lo haga, pero hoy especialmente). Parece que todos están empecinados en que les preste atención. Get a life! No volverán a encontrarme por aquí, lo aseguro. ¿Buscaranme? Lo dudo. Yo también puedo ser muy demandante. Pero son las menos de las veces. Por lo general, estoy muy ensimismada y todo me chupa un huevo. Lo malo de eso es que me gusta la gente que es así (a la que todo le chupa un huevo). Es malo porque tampoco me dan bola a mí y eso me irrita un poco, a veces. Sí. Puede sonar contradictorio, mas no lo es en absoluto. Es totalmente lógico y no voy a perder el tiempo explicándolo, aunque right now no tenga otra cosa mejor que hacer. El perro se quedó encerradito en la cocina. Ni llora. El otro día me mordió. No mucho, pero me mostró los dientes y me clavó uno. Ahora tengo puesta una curita en la muñeca. Justo arriba de los cables que se cortan los suicidas. Parezco una, con esta curita ahí pegada. Me gusta. Me hace más dark. Dos veces hoy me miraron con cara de “qué autista que sos, nena” Don´t care. Lo soy un poco. Es por los fórceps. Y por ser hija única. Y porque mamá no me dio la teta. Se le agrietaban los pezones, dice. A los tres años dejó de alzarme a upa, también. Se ve que le pesaba. Excusas. Ahora es una tierna madre. También ella es hija única. Como mi padre. Y los dos quedaron huérfanos de ídem, aproximadamente a la misma edad. Se ve que se entendieron de entrada.

lunes, enero 02, 2006

Post party

Un pedo en el aire. Y el ronquido tranquilo de mi padre. Duerme a pata ancha extendida sobre su cónyuge. Mamá también duerme con la boca y la puerta abiertas. Mis amigos entran y exigen que la cierre. Asqueados por la obscenidad familiar. Y pobre. Del depto de tres ambientes. Hieden a almendras el pan dulce y el turrón; sobre la mesa (están) desde anoche. Mis amigos no soportan que sea hija. Siempre se los había ocultado, pero ayer me revelé. Excitada por el nuevo hogar. Quería (y gocé con) horrorizarlos con mi miseria recién estrenada. Eso fue divertido.