lunes, diciembre 25, 2006

enero/febrero 2006 (II)

Es gracioso lo que uno sueña, a veces. Casi nunca, pero suele suceder que uno se enamore de alguien a quien soñó. Os invito a que lo experimenten. No es voluntario, claro. Me juego la cabeza a que no es creíble, tampoco. Pero pasa. Lo aseguro. Lo mismo de siempre. No tengo mucho de qué escribir. Los sueños son un gran tema. Sobrevalorado (todavía), tal vez. Después de Freíd, no hay mucha mierda que agregar. Igualmente, mi relación con los sueños es más bien mítica. La sexualidad está en ellos patente, lo que me evita cualquier interpretación psicoanalítica.
Volviendo al tema (?), tengo muy poco para hacer y todas estas horas vacías, confusas y pletóricas de sed comunicativa. Luego de mirar por mi ventana nueva de la casa nueva, acepto tipiar un poco. No sigo con el sueño, no tanto porque me haya olvidado, sino porque no vale la pena narrarlo. Ya no tiene más que un sentido absurdo y, como tal (como sueño), no tiene ningún valor anecdótico. Estaría mintiendo si, al contarlo, hiciera surgir alguna relación entre las secuencias que lo componían. No hay hechos en él. Sólo imágenes nubladas que se arremolinan, en el intento de conformar sensaciones inefables. Pensándolo bien, la única cosa interesante es que hubo sueño y que, aún a las diecisiete horas, puedo recordarlo vagamente.
Desde hace ya tiempo, vengo sondeando las posibilidades ciertas de alcanzar algún tipo de goce con lo que me sucede mientras duermo. La enfermedad (y la deformidad) se presenta a menudo y me perturba. Quisiera poder desatar esa pesadilla. Hacerla estallar para recoger las condiciones de mi lúgubre estadía en el mundo despierto. No puedo, empero. Tiendo a hundir la cabeza en el colchón. Añoro aromas infantiles y estivales que, de vez en cuando, me topan por la calle. Y me brindan un instante de dicha plena. Sí. Dicha plena. No sé en qué se basa tal arrebato del alma. Pero es bonito y no suelo pedirle explicaciones a la belleza. De ninguna manera, aceptaría compartir eso que hace del paseo la promesa de felicidad gratuita, aunque efímera. Diría que las circunstancias por las que un individuo Ha pasado a lo largo de toda su vida se resumen en unos pocos aromas. Diría, pero es muy proustiano. Ya conocemos –y nos harta- el relato de la madelaine. No volveré sobre ello, entonces. Por cierto, asumo la alienación de cualquier comentario acerca de la existencia en general. Me estructura la cabeza, la novela de mi mente, los pasajes que he leído alguna vez. Cualquier intento por reapropiarme de las frases es en vano (como se puede observar). Son todas ajenas. Como las vaquitas. Ni las penas me pertenecen. Me abruma saber que a otros les suceden las mismas cosas que a mí, pero con diferente color, cara o vestido. Huyo del lugar común, como mi perro de su reflejo. Gracias a los que miran, me quito la ropa y bailo frente a la ventana. Nunca he tenido un momento revelador. Siento que lo he provisto (nada ni nadie me lo han confirmado, pero casi puedo asegurar que hubo quien se sintió satisfecho de haberme conocido, o se sintió desgraciado por lo mismo). La certeza es escurridiza y de nada vale que me siente a esperarla. Velozmente, cae la duda para ser mil veces ella misma. Yo no puedo colgarme del árbol, rogando que todo pase a otro plano. Si bajo, va a seguir igual. No hay dudas. Esto es una poronga.
Miré por la rendija y lo que vi no se explica. Todo era una luz cegadora y sólo un cuerpo se divisaba a metros del lugar donde estaba yo. Las risas venían de más lejos y, a causa de no sé qué, pensaba que eran provocadas por mi posición. Sin embargo, la postura de la persona que veía tras la puerta era mucho más cómica. Aun así, me agradaba mirarla y el placer que me causaba estaba dado por la curiosidad. Mañana estará todo bien. Pero hoy me aturde el sol. Conozco mis límites. El exceso es más divertido, es todo. Besar incansablemente, a riesgo de crear falsas expectativas es un don que no quisiera perder. Son las oportunidades las que escasean e irán faltando, a medida que me ponga más vieja. Las uñas coloradas son únicamente un signo de desenfado. Brillante. El esmalte me destaca. Prefiero sobrevolar en redondo la ciudad. Viajar no es mucho más que eso. Camino varias cuadras y me vuela la cabeza el viento. Rueda en la acera. Cuesta abajo. Pérfida, repito las consonantes, con ligero gorgojeo. Ya sé que esto no va. Continúo, en la medida de lo posible. Hasta el final. Un día, ganaré la apuesta y serviré de acompañante. No creo que falte mucho. Ya lo veo venir. El problema es que lo que deseo quebró y pide convocatoria. Ya sabía que eso era muy factible. Así que me resigno a memorizar los pasos que me llevaron hasta ahí. No quiero que se aleje mucho en el tiempo. No quiero olvidar la sensación de estar tan cerca. Casi arañaba mi recompensa. Me odio (pero cada vez menos) por no haberlo logrado en ese momento. Empezar todo de nuevo es siempre agotador. No hay otra alternativa tampoco. Y es tan banal lo que moviliza, que no puedo perderlo de vista. Hay un entorno dispuesto. Más o menos. Bueno. Hay. Grande en presencia. Tierno en sugerencias. Vacío en responsabilidades. Yo tampoco doy respuestas. Escucho.

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