lunes, octubre 24, 2005

Rencor

El deseo o la muerte no parecían haberle salido bien. Era una cuestión de minutos que el mundo lo viera en toda su magnitud. Cuando alguien muere, como él lo había hecho días atrás, no hay otra opción más que dejar de moverse, sentarse y rezar (o llorar). Basta con ver que las circunstancias que lo habían llevado a aquella noche de invierno nunca se hubieran dado sin la complacencia de dos mujeres, para replantearse todo lo que sobre este hombre se había escrito.
No es que Él tuviera en mente suicidarse, sino que alguien le propuso el juego. Así, guardó toda su ropa en una mochila y bajó al acantilado artificial de la esquina de su casa, justo al lado del supermercado. Allí iría a encontrarse con Jacinta, la nueva novia de su ex, con quien, en realidad, nunca se había cruzado antes. Serían las doce treinta de la noche cuando un travesti de metro y medio, tomándolo de la cintura, le pidió fuego. Él, un poco inhibido, le comentó que hacía poco que había dejado de fumar y por lo tanto no portaba encendedor. La travesti se rió con ganas y muy seria, luego, le dijo: “Boludo, soy yo, Jacinta”. Él le explicó que no la había reconocido, porque –mintió- la recordaba con el pelo más largo. Ella –como era previsible- le dijo que seguramente tendría otra peluca.
Se repartieron los papeles y siguieron adelante. Jacinta era mina de pocas pulgas, según le había contado su ex, la mañana en que se reunieron para “poner los puntos sobre las íes”. “No pienses que te dejo porque encontré a alguien con mejor carácter o porque ya no me gustes más”, se excusaba Mariana, fluctuando como siempre entre el voceo y el tuteo, en el bar de la esquina de la facu. “Si te dejo es porque me topé con mi verdad”. Esta última frase le retumbaba en la cabeza, mientras escuchaba hablar a Jacinta. Ella era su verdad. Estaba tentado de preguntarle si Mari también era su verdad para ella. Porque, para él, ella sí era su verdad, aunque ahora que había conocido a la nueva novia de su ex, ambas eran su verdad, o dos verdades suyas distintas. Pero no le preguntó nada, ya que, a pesar de que Mariana lo había dejado, no quería traicionar lo que él consideró una confidencia. Además, hacía rato que no hablaba con ella y, por lo tanto, no podía estar seguro de que siguiera sosteniendo lo mismo.
Nunca le gustó presionar a nadie, pero finalmente, se le terminó la paciencia y encaró a la travesti: “¿Para qué me citaste?”. Pitó y detuvo la mirada en la mano que Él sacudía, de manera grosera. “¿Para qué?”, repitió él con un hilo de voz, dejando ahora sus dedos quietos sobre la mesa. Satisfecha Jacinta, mantuvo el silencio mientras ejecutaba una serie de actos que Él asumiría como respuesta. Abrió su bolso y sacó un esmalte de uñas color coral, lo agitó un poco y, finalmente, ostentó el pincelito sangriento. Mirándolo directo a los ojos, comenzó a pintarse lentamente las uñas. Extasiado, Él llamó a la mesera y le pidió dos cafés. “¡Yo no quiero eso!”, reaccionó Jacinta. Dos minutos después, cuando volvió la chica con un café y dos sobrecitos de edulcorante, le pidió un agua mineral sin gas y una ensalada de frutas con jugo de naranja. “Sin vino”, aclaró, aunque le encantaba el gusto de las frutillas y manzanas empapadas en borgoña; le recordaba a su infancia, a los sábados de verano, cenando en alguna cantina de la rambla (de Mardel). Él se terminó el café y Jacinta degustó la última fruta de la ensalada, sin intercambiar una sola palabra entre sí. La gente de las mesas vecinas mantuvo la vista en esta pareja que parecía estar librando una competencia. Eufóricos, aplaudieron con ganas, al levantarse Él de la mesa y volcar sobre su contrincante el vaso de agua, mientras la insultaba como nunca nadie lo había hecho. Jacinta permaneció impasible, porque ya había retomado su tarea (antes de retirarse de la pizzería, se percató de que le faltaba colorearse una mano) y no quería desconcentrarse.

El descarte de las otras moradas para el recuerdo de la voz de su ex, había trasladado a Mariana al patio de comidas del shopping barrial. A la intemperie, se sentó junto al balcón que daba a la estación de trenes. “Trainspotting”, murmuró y enseguida amagó sacar unos papeles de su mochila. Acaso habría podido leer su libreto, antes de regresar a su casa, si no hubiese sido por ese grupo de niños que gritaban y reían, mientras jugaban a tirarse papas fritas y pepinos. Fumó y tomó Coca light –lo cual ya se había convertido en una suerte de rito, por no decir vicio, tedioso-, mientras veía el cielo ponerse de un tono rojo violáceo; durante esta media hora diaria, solía sentirse más vulnerable y nostálgica. Alguna vez, pensó que eso sucedía porque el atardecer le hacía recordar las “Charlas Crepusculares”, que mantenía con sus compañeros del colegio siempre que estaban de campamento. El olor a pasto mojado o recién cortado ejercía el mismo efecto sobre ella. Dormitó un poco; el tema de la película Crying Games comenzaba a sonar por todo el andén. La imagen se tornó muy melancólica, así que rió un poco, como para no verse ridícula ante quienes la estaban observando.
-Yo puedo alcanzar cierto nivel y, después, bajar, despacito. Es algo común, no me cuesta nada y lo hago siempre. Es la lógica de mi conducta en el día. Todos los días, que viene a ser lo mismo. Ayer, por ejemplo, miré unos ojos y subí. Pero, después, no los tuve más y ahora vivo soñando con ellos. Despierta. Quiero otra vez encontrármelos, de casualidad. No me gustan las cosas programadas; es por eso que no me duran los novios. Es decir, esa especie de presencia que nos dignifica. Ese objeto del deseo que no puede constituirse en placer, sin caer en el agotamiento. Como si fuera una especie de fuerza que nos abunda, nos repite hasta hacernos vulgares.
Bastó una sola interrupción para que dejara de escribir. Al intentar retomar, luego, el artificio se hizo evidente y ya nada valía la pena. Destapó la botellita de Coca ya vacía –había sido bebida con desesperación- y echó allí dentro la colilla del cigarrillo y el boleto que todavía guardaba. No bajó las escaleras, sino que dejó que la máquina la guiara. Esa magia la devolvía a su niñez, cuando descubría el poder del confort y los beneficios de la mecánica.
-Qué burdo!
Las lentejuelas de un traje le hicieron la parada y el transporte se esfumó por la horda de gente y bolsas que se descarrilaba indiferente. Corrió hacia las puertas que se abrieron solas, evitando la caída en la idiotez. De otra forma, se hubiera estampado el vidrio en la cara, de tan reluciente que estaba. Todavía adormilada por el jarabe para la tos que su padre le había recomendado, esquivó a un par de tarjeteros, sólo por inercia, ya que hacía mucho tiempo que no le ofrecían asistir a algún boliche de Palermo o la Costanera. La fealdad o la vejez funcionaban de antídoto contra las salidas sabatinas, más allá de que, por otra parte, el acoso de sus amigos hubiera ido menguando paulatinamente.

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