viernes, octubre 28, 2005

Rencor II

Era como transitar por un pasillo de desechos hacia la bohemia. Todo eso debía ser dejado atrás para acceder a la extravagancia? Al derroche? Un claro en el techo permitía ver la falsedad de esa noche. Por eso, no desentonaba la paloma apoyada en el dintel, cuya imagen le resultó perturbadora. Por unos segundos, se permitió ensayar su pose de Mona Lisa, hasta que alguien la desconcentró para solicitarle fuego. Ese pedido solía resultarle grosero en boca de un hombre, ya que implicaba que el único motor de su acercamiento consistía en una urgencia que volvía a esa dama completamente prescindible. Reflexiones como ésta evidenciaban la influencia temprana de Loise May Alcott y franqueaban su feminismo militante. Sin embargo, no le preocupaban demasiado, ya que consideraba que el pensamiento tenía una esencia amoral, por lo que no podía constituir una contradicción interna. Cuando hubo resignado la suficiente sanidad, cambió la postura y se dedicó a esperar, en toda la dimensión que esta actividad demanda. Prendió un cigarrillo, revisó su reloj ostensiblemente, cruzó las piernas, mientras marcaba un ritmo frenético con la punta del pie suspendido.
No habría esperado a su amiga una hora, si no hubiera sido por el juego que le propuso un señor que pasaba por ahí. Con señas le explico que debía pararse en puntas de pie y simular ser un gatito enojado, al tiempo que él, en cuatro patas, lanzara ladridos a su alrededor. No entendió cuál sería el objetivo, hasta que el resto de la concurrencia comenzó a reírse, sin parase de sus sillas ni abandonar sus tragos. Cuando hubo arribado quien se había retrasado a la cita, Mari se despidió de su parteneire con un beso en la mejilla, mientras el resto batía sus palmas repetidamente. Ambos consideraron apropiado responder con una reverencia, ante la mirada desconcertada de su amiga.

Su lengua lo penetraba. Sus labios pugnaban por el monopolio de las fuerzas. Con Mariana, el beso era un simulacro eterno del momento siempre retrasado; aquel que aparecía, entonces, como el perpetuo referente del beso. Cada penetración de la lengua en su boca repetía la conquista de Mariana en el terreno de lo femenino. Indiferente a los sexos, la boca moldeaba el orgasmo y los gemidos propios y ajenos que la excitaban eran, para ella, la piedra de toque de su invasión; por eso procuraba provocarlos, mientras él se concentraba en lograr el silencio. Juan sabía que, con cada gemido, aceptaba tácitamente la sumisión y reconocía a su master en ella.
La lucha por salir del caño y embarcarse en otra propuesta que no por previsible dejaba de ser tentadora, era por aquellos días una constante. Siempre volvía a sus costumbres ya arraigadas, no tradicionales, sino individuales y no adquiridas sino autogeneradas. Que los demás sean los que se conformen con lo mismo, ella estaba sumamente orgullosa de dedicarse a otra cosa. Lo diverso era su metier. Aunque la soberbia no era su estilo, tenía cierto aire de pedantería en su mirada. Esta actitud no la satisfacía, porque era una fiel apóloga del “no escupir para el techo”. La paranoia era más fuerte así que buscaría incansablemente, mitigar la vanidad : “Ta`todo bien pero no es pa`tanto”.
Con Jacinta, habían adoptado el hábito de verse todos los días a las tres en una estación de servicio de Almagro. El lugar era muy tranquilo y ofrecía menúes simples y baratos. Medialunas, pebetes y hamburguesas. Tan sólo eso necesitaban. Café y/o gaseosa de por medio, se contaban las últimas novedades. Todavía no se atrevían a hacerse arrumacos en público. Bah. En público sí, pero no a esa hora de la tarde y en un ambiente tan familiar como una Esso de la Av. Corrientes. Los mimos los dejaban para la noche y para los boliches y bares de Palermo. A veces osaban tomarse de la mano y acariciarse las palmas, en un colectivo. Se miraban cómplices y se sonreían tiernamente. Ambas estaban cómodas con lo oculto. Jacinta por su laburo y Mari porque afirmaba que ese estado era el óptiomo para mantener la pasión en cualquier tipo de relación humana. Si no había algo de secreto, lo inventaba. Tan simple era. Lo cierto es que las charlas de la tarde no solían ser muy reveladoras. Excepto la que mantuvieron dos días después de la internación de Él en el Bazterrica. No había por qué ser tan trágico. Eso creían las dos, mientras pitaban el último camel que le quedaba a Mari en el bolso. Si bien la noticia le pudo resultar demasiado inesperada, Él sabía que las cosas eran así. Desde el día en que las había presentado, él mismo reconoció que había advertido una sintonía especial entre su novia y su amigo de la infancia. Pedro nunca había sido lo que se dice un “super macho” y por esa misma razón, él gustaba tanto de pasar tanto tiempo juntos. A su lado, su virilidad se incrementaba. El contraste era notorio. No nos vamos a engañar ahora. Por lo demás, a Mari siempre le habían gustado los hombres sensibles. Por eso, salía con él. Esa era la excusa para su soledad y también la causa de que se pusieran de novios. El resto era atar cabos, simplemente. El problema, en todo caso, es que Él se había vuelto adicto a ella y no había podido soportar su rechazo. Que no lo quisiera tomar de la mano en el subte, ni besarlo en la calle, a plena luz del día era evidencia incontestable. Y fue incontestable tal reproche para Mariana que lo dejó ir, sin insistirle más, ni justificarse. En su fuero interno, sabía que él tenía razón y la culpa la estaba consumiendo poco a poco. Le gustaba lo secreto, pero tampoco quería vivir de la mentira. Y usar a otras persona es algo muy distinto, que ella no se iba a permitir. Todo tiene un límite y ella también tenía una moral y una conciencia a las que rendirles cuentas, de vez en cuando.

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