miércoles, septiembre 28, 2005

Infantes



Condensada en la bañera
quedó
la laucha
después de tu polvo

Yo no lo llamaría “lujuria”. Nuestros hilos los impulsaba el aburrimiento.
Cuando padres deciden ir a cenar a la casa de amigos, desde temprano el niño se va preparando para una velada de baby –sitter. Todo gira en realidad alrededor de este concepto. Si ninguna aya falla, los adultos no tienen problema y pueden tener su velada a solas, en la intimidad del hogar o en el restó de moda. Ahora bien, si una de las parejas (o ambas) carece de niñera o no tiene “con quien dejar al pibe”, entonces, la cita se cancela o, en su defecto, si las ganas de verse son muchas y tienen confianza entre sí, el hijo de una oficia de baby-sitter de la cría de la otra. Finalmente, la prole se cuida mutuamente. Dos menos hacen un más, etcéteras. De tal forma, ya desde sus primeros años de experiencia en esta solitaria vida, el infante tiene muy claro que, si los padres lo invitan a compartir su noche de sábado, la causa es que les será de suma utilidad para divertir a “otro niño de la misma edad que vos”. Incluso, si el nene se les retoba y pone mala cara, los padres tratarán de convencerlo con las excusas más estúpidas. Es cierto, cuando uno alcanza cierta edad supone que los niños entre sí siempre se llevan bien, en virtud de su escasa personalidad y hábitos adoptados. No necesitan compartir la misma ideología, ni haber leído los mismos libros, ni pertenecer a la misma clase social... ¡los niños no tienen prejuicios! Siempre se llevan de maravillas, ¿no? Una vez que hayan llegado al lugar de la reunión, los anfitriones saludarán, primero que a nadie, al niño que les salvará la noche, entreteniendo ad honorem a la pequeña bestia. El chico percibirá el complot y asumirá a duras penas su rol, ya que no tendrá escapatoria. El otro cautivo en su habitación y habiendo sido víctima de continuas recomendaciones y amenazas, en el transcurso de la tarde, mantendrá una actitud entre resignada y subversiva. Luego estudiará si el visitante coetáneo será cómplice o enemigo. Una vez presentados, los adultos se sentarán en su mesa y se reirán de los menores, ridiculizando sus típicas mañas y caprichos. Durante la comida y alternativamente, utilizarán métodos pedagógicos de manual y pondrán en práctica una forzada delegación de libertad, en vistas de mantener alejados y distraídos a los otros. Pasarán la noche dialogando y recordando sus perversas anécdotas adolescentes, cuando no penosas y remanidas. La historia pasa ahora a otro plano.
Me incumbe.
La habitación de la niña de clase media contaba con una carpita recién comprada, de tela pintada y caños, que simulaba una casita tejada. El muy didáctico juego había sido pensado por ingeniosos especialistas, cuyo objetivo era que la niña se formara éticamente y se ideara un porvenir burgués de señora esposa y madre.
Allí se podría esperar la hora en que se decidiera la despedida. Hacerse amigas no era una obligación, pero el tiempo que compartiesen habría de ser productivo. Sentada en la sillita, la anfitriona observaba a la otra que no se animaba a usar los juguetes sin permiso. Le irritaban demasiado sus buenos modales. En cuanto la veía interesada en alguna de sus pertenencias, corría a arrebatársela, sólo para hacerla enfadar. Sin saber qué hacer, buscó sentarse en una silla, pero la dueña se la sacó antes de que la primera apoyase la cola. Impávida, recurrió a un banco y luego a unos almohadones; una y otra vez era embestida por la censora y caía al piso. Harta de la situación y herida en su orgullo, –finalmente, ella era mayor y justamente había sido invitada para hacerse cargo del “bebé”- abandonó el cuarto y se dirigió a la sala donde los adultos comían y tomaban y reían como cerdos groseros. De pie frente a ellos, la niña llamó la atención de la manada que dejó de hablar, en ese preciso instante. Ante la pregunta del padre: “¿qué pasó? ¿no juegan más? ¿se cansaron?”, lo que significaba: “¿qué hacés acá? ¡volvé a cumplir con tu trabajo!”, no pudo evitar romper en sollozos. Gemía, con bronca porque no quería llorar por tamaña estupidez. Al fin, confesó que la otra no la dejaba sentarse en ningún lado. El dueño de casa, sin preguntar más, acudió al cuarto de su hija y, tras dar un portazo, comenzó a regañarla y a exigirle que fuera a pedirle disculpas. La efusividad con que se negaba a acatar la orden, avergonzaba y ofendía aún más a la alcahueta.
Hubiese preferido que nunca saliera del baño. El pelo revuelto y las mejillas enrojecidas negaban el “perdón” que improvisaba su boca. En silencio, la enana habría jurado entonces, su venganza.
No había más lugar en esa casa de muñecas. Apenas entraban las dos recostadas una encima de la otra. El techo tocaba la cabeza de la que estaba arriba. Así se lo había enseñado su prima. Ésta tenía el mismo nombre y un año más que la visitante. “Juguemos a los novios”. “¿Cómo es?”. Una le decía a la otra dónde quería que la besara. Luego, cambiaban los roles. “Ahora me toca a mí”. La anfitriona parecía disfrutar más el papel de “besadora”. A la visitante, ése le parecía un papel muy masculino. Ella prefería ser la besada. Aunque también se inhibía un poco de pedirle que llegara a ciertas partes de su anatomía. La anfitriona, por el contrario, no tenía pudores en decirle que le besara el culo. “Andá bajando desde el cuello”. La visitante lo hacía, principalmente, porque sabía que luego le tocaría a ella. Sin embargo, no le disgustaba apoyar sus labios sobre esa piel blanca. Cuidaba de que se sintiera bien. De que sus labios no estuviesen tan secos. Recordaba la piel tersa y muy blanca. Jamás volvimos hablar de eso. No después de la vez en que madre abrió la puerta de la habitación. Era previsible, ¿no? Creo que ella nunca sospechó.
“¿Qué están haciendo?”
“¡NADA!”
La televisión encendida despista siempre y tranquiliza. Todos somos inocentes frente a la pantalla…

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